domingo, 23 de mayo de 2010

En noches como ésta...

Aquella maestra de pelo recogido, mi primera maestra, decía que yo tenía mucha imaginación. Era el niño que más animales inventaba en una hoja de papel, el único capaz de hacer disfraces de las bolsas de basura, quien mejor justificaba por qué no había acabado los deberes.
La noche que nos explicó las estrellas del firmamento le puse nuevo nombre a cada constelación: Gacela Bonita, Cisne Mediano, Morsa del Sur. Así la Osa Menor no estaría tan solita.
Y la mañana que dejamos el pueblo, camino de la ciudad, se lo expliqué a mis hermanos de tal forma que vivieron el trayecto como una aventura en un parque de atracciones.
Sin embargo, fue precisamente en la ciudad donde descubrí que no todos comprendían ese juego. Allí, con otra escuela y otros compañeros, las cajas de cartón no podían ser castillos y nadie en su sano juicio se atrevería a pintarle amigos a la Osa Mayor.
El Canillas, uno de los alumnos repetidores de mi clase, lo dejó muy claro desde el primer día:
- No permito ninguna tontería... Aquí quien manda soy yo.
De modo que si decía que hacía calor, hacía mucho calor. Y si afirmaba que un palo no era más que un palo, yo negaba que pudiera transformarse en la mejor de las varitas.
Una tarde, en clase de matemáticas, mi nueva profesora se sintió indispuesta. No sabía yo que las sumas y las restas fuesen tan nocivas para la salud. Tuvo que salir del aula pero antes, para sorpresa de todos, me hizo responsable de la misma.
- Regreso en cinco minutos -indicó-. Quiero que estéis quietos y en silencio. Si alguien habla, apúntalo en la pizarra.
Menudo compromiso. Apenas cerrar la puerta, el Canillas y sus secuaces ya estaban subidos a los pupitres. Martita rompió a llorar. ¿Por qué lloras Martita? Y Anselmito pidió permiso para salir a hacer pis. ¿No puedes aguantarte? La causa estaba perdida.
Entonces me dio por imaginar y compartir lo que imaginaba con aquellos niños. Les conté una historia sencilla. No recuerdo bien de qué, pero era muy sencilla. Y para mi asombro, empezaron a escuchar. El Canillas propuso revolver los cajones de la mesa pero todos, absolutamente todos, le ordenaron callar.
Al volver la maestra quince minutos después (¡ya intuía yo que con cinco no tendría tiempo de nada!) el aula estaba en silencio, los chavales absortos con la trama, la pizarra sin nombres. Martita sonreía y a Anselmito se le habían pasado las ganas.
¡Misión cumplida!, suspiré con alivio.
Todavía hay veces, cuando la vida me pone ante algún compromiso, que recuerdo aquella anécdota. Noches como esta noche, con la Osa Menor jugando en el cielo, en las que me da por imaginar...

Nota: Fragmento perteneciente al cuento El alquimista de las emociones, incluido en mi libro El amor azul marino.

3 comentarios:

Mercedes Pinto dijo...

¿Quién puede resistirse a un buen cuento? Sólo tiene que estar bien contado y que el oyente ponga un poquito de imaginación. Y la magia surge.
Un abrazo.

Cristina dijo...

Es muy bonito Manuel porque los cuentos son imaginacion.Besos

Manuel Cortés Blanco dijo...

Hola Mercedes, Hola Cristina:
¡Qué bien encontraros por aquí! Comparto vuestros comentarios haciendo mía esa frase de Ernst Jünger: “El poder que los cuentos otorgan al ser humano carece de límites. La superación del tiempo, el espacio y la causalidad es algo que encuentra su igual tan sólo en los sueños”.
Otro abrazo y nos seguimos contando.