domingo, 6 de febrero de 2011

Virgilio Albiac: in memoriam

Recientemente he sabido del fallecimiento del ilustre pintor aragonés Virgilio Albiac. Miembro de la Real Academia de las Artes de San Luis y Premio Aragón Goya 2001, contaba con una obra extraordinaria recogida en gran parte en el museo de pintura de su Fabara natal. Con motivo de un homenaje que pensaban realizarle visité dicho museo, encontrando inspiración en uno de sus lienzos (concretamente el titulado Mundo submarino) para otro de mis relatos: Mi abuelo y el mar. Lo dejo de nuevo aquí en su memoria junto a la imagen del cuadro, agradeciendo sinceramente su legado y deseándole que descanse en paz.

Mi abuelo Ildefonso fue un malagueño de mundo, marinero, flamenco por los cuatro costados, que renunció a sus coplas, su puerto y al sol de su Andalucía por una mujer tan mujer como mi abuela. Un hombre que nunca dejó de escribir, de cantar, de contar historias. Primero a ella; luego a ella y a sus hijos; después, a ella y a sus nietos. A menudo le recuerdo sentado en una silla mientras los niños del barrio escuchábamos absortos las aventuras que narraba de su mar.
- ¡Qué suerte tienes! -decía con envidia mi amigo Angelito-. En nuestra casa nadie cuenta estas cosas.
En efecto: ¡qué suerte la mía!
Ildefonso concedía a ese mar tres características que le hacen extraordinario: ser azul, inmenso y libre. Nada luce color más bello, nada le iguala en grandeza, nada tan suyo ni tan de todos.
El verano que mis padres alquilaron un apartamento para pasar una semana en la playa, quedé paralizado. Era tanta la ilusión por ver ese escenario que mi abuelo describía, que se detuvieron todos los infinitivos. Y así, no pude reír, ni llorar, ni salir corriendo... y gracias a que existe el gerundio del verbo respirar porque podría haberme ahogado entre emociones. Por fin llegó el día: un domingo diecisiete de agosto de 1975. ¡Hay fechas que se quedan a vivir en la memoria! Al contemplar desde la ventanilla del SEAT-600 tal explosión de azules, sentí que mi yayo había dicho la verdad. Porque, ciertamente, desde aquella perspectiva el mar transmitía esas cualidades que nos contara con tanto cariño.
En cuanto bajamos a la playa, los tres hermanos corrimos a bañarnos. Gané yo, que por algo seré siempre el mayor. Y allí, por vez primera, estuve frente a sus olas.
Lo toqué, y sentí frío. ¡Qué pena! Algo tan bonito debería estar caliente.
Lo probé, y sabía salado. ¡Qué rabia! Algo tan hermoso merecería ser dulce.
Sin embargo, lo peor aún faltaba por llegar. Formando una especie de cuenco con las palmas de mis manos, intenté llevármelo conmigo. Y descubrí que el agua se escurría entre los dedos. ¡Qué desilusión! Algo tan bello merecería ser mío.
Amparado en mi niñez, rompí a llorar. Desde su balcón volvieron a entumecerse todos los verbos. El océano no es maravilloso, está lleno de defectos: frío, salado y ni siquiera se puede coger.
Entonces recordé a mi abuelo y sonreí. Lo hice de corazón, de convicción. Porque, ciertamente, acababa de descubrir que el mar no era como yo quería: caliente, dulce y para mí. Sino, efectivamente, como él me había contado: azul, inmenso y, sobre todo, libre.

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