domingo, 27 de febrero de 2011

A propósito de mis reseñas

Últimamente he añadido a mi libreta de tareas pendientes la de reseñar alguno de los libros que he leído. Son unas notas sencillas que luego inserto en mi blog o en cualquiera de los espacios literarios con los que vengo colaborando: el portal de la Asociación Aragonesa de Escritores, el Periódico Irreverentes -editado por Santiago García Tirado, amigo y excelente escritor- o el blog especializado de Resenyasliterarias -encabezado por el novelista Amando Lacueva-, entre otros.
Reseñar constituye otra forma distinta de abordar una obra a sabiendas de que tu opinión puede influir sobre alguien que luego la lea. De ahí que procure hacerla de manera ordenada, con sinceridad, refiriéndome a datos concretos y a la opinión general, sin desvelar la esencia de su trama ni por supuesto quién es el asesino. Juan Granados, Santiago Morata, Nuria Roca, Andrés Pascual o Mercedes Pinto, entre otros autores, han pasado por el tamiz de mis reseñas. Dentro de mi subjetividad, deseo haber sido objetivo con ellos y nunca excesivamente duro, a sabiendas de que para gustos están los colores y que en cualquier otro momento mis propios libros pueden ser reseñados por cualquier otro lector.

domingo, 20 de febrero de 2011

Una felicidad de cuento

Ayer asistimos a la boda de nuestros amigos Noelia y Héctor. Fue una celebración espectacular en la que, además de un gran ambiente, hubo música, magia, palabra y por supuesto este cuento que tuve el gusto de narrar. Se titula La magia de vuestro amor y lo he versionado de un relato anterior mío expresamente para ellos. Desde él les deseamos una felicidad de auténtico cuento.

Hubo una vez, en el paraíso o allá donde fuera, que la primera pareja de hombre y mujer se preguntaba si tendrían alguna característica que les distinguiera del resto de los animales.
- No acabo de ver diferencia alguna -dijo uno de ellos-. Al igual que el perro, la cabra o el lobezno respiramos, comemos, nos rascamos... Somos similares a ellos. Incluso hay seres, como la gaviota, que disfrutan de un don superior que ni siquiera los humanos poseemos: el de volar.
- Tal vez sea el poder del habla, la capacidad de comunicarnos -respondió el otro-. Y de hacerlo a través de la palabra, con los gestos. En ello nos reconocerán.
Aquella primera pareja siguió muy tranquila pues ese argumento había sido convincente. No obstante, apenas tardó una aurora en venirse abajo. Esa misma mañana, mientras él se afeitaba, escuchó la voz de un loro que repetía nítidamente la frase con la que ella le había despedido.
Dado que esa concesión era también disfrutada por otras especies, decidieron debatir de nuevo sobre el tema.
- Quizá nos distinga la sonrisa -dijo ella-. Un gesto así, en apariencia tan sencillo, refleja nuestros sentimientos. Será antídoto frente a la monotonía, aspirina contra al dolor, belleza ante lo ordinario. Un sexto sentido en el que nos reconocerán como seres humanos.
Esta vez sí. Aquella pareja quedó convencida de que ese don -el de la sonrisa- les haría especiales.
Aunque apenas dos lunas después, mientras ella paseaba, escuchó las carcajadas de una hiena. ¡No somos los únicos animales que reímos!De manera que volvieron a debatir sobre el tema.
- Tal vez lo que nos distinga del resto de los animales sea soñar -dijo él-. Soñar proyectos que mejoren el mundo; desde el amor, la música, la ilusión. Soñar lo posible e imposible, con ahínco o por azar, y sin que nunca dejemos de hacerlo. Porque podremos vivir un siglo, un milenio, una eternidad... pero sin anhelos estaríamos muertos. En ello nos reconocerán como seres humanos.
Aquella primera pareja quedó satisfecha con la nueva argumentación. Este don -el de soñar- ponía el acento en la cualidad humana convirtiéndose en su signo de identidad.
Desde entonces creemos en tantas ilusiones, luchamos por ellas hasta convertirlas en nuestra razón de ser. Lo hacemos serenos, sin que nos pillen dormidos; y con imaginación, que por algo esta palabra comparte raíz con la magia.
Amigos Noelia y Héctor: Como esta pareja del cuento, no dejéis nunca de comunicaros, de sonreír juntos, de soñar… porque en estas tres cualidades además de reconocer vuestra condición humana reconoceremos, sin duda, la magia de vuestro amor.
Y colorín colorado este cuento vuestro… ¡tan solo ha empezado!

jueves, 17 de febrero de 2011

Hölderlin y yo

Hace unos días leía una reseña sobre la vida de Friedrich Hölderlin, uno de los grandes, si no el que más, de la poesía lírica alemana. Hölderlin escribió a finales del siglo XVIII su célebre novela Hyperion antes de volverse loco y ser recluido en un manicomio. Tras unas gestiones no exentas de controversia, pudo salir de allí bajo el amparo de un maestro carpintero llamado Zimmer, quien le acogió en su casa y le dio algo tan sencillo como un hogar. Un hogar a un perturbado, a un desecho humano, solo por agradecimiento al poeta que había sido capaz de emocionarle.
¿Por qué escribo esta historia? En primer lugar, porque con frecuencia olvidamos el niño que llevamos en nosotros renunciando por sistema a un panorama tan entrañable como el de los cuentos. Aprender a ser libre es aprender a imaginar.
Segundo, porque comparto la idea de que quien da, recibe. No quiero sino estar en sintonía con aquel bello verso de Mario Benedetti: quien siembra muros no recoge nada.
Tercero, para reafirmar que lo que a veces uno hace va más allá del hecho simple de hacerlo, y que quizás algún día deba escribir mi propio Hyperion por si alguna persona en forma de Zimmer lo pudiera precisar.
Y finalmente para constatar que aunque nada en la vida es fácil -solo hay que ver cómo le fue al bueno de Hölderlin-, esa propia dificultad dignifica nuestros actos. Recuerdo el ejemplo del artista Eduardo Chillida, quien dejó de dibujar con su mano derecha porque aquello era demasiado fácil para ser considerado arte.

Nota: Fragmento incluido en mi libro Cartas para un país sin magia.

domingo, 13 de febrero de 2011

Cuando a Dios le gustaba el cine (relato)

Un municipio perdido de una provincia olvidada, en aquel mes de mayo de 1935. Campos de cebada, pinares con resina, el canto de un milano junto al río. Amanece entre soles, la aurora se despereza.
Ante la llegada de esa escuela ambulante que recorriera uno a uno los pueblos de España, la plaza mayor se ha vestido de teatro. A los más pobres, a los más escondidos, a los más abandonados. Bajo ese lema, un grupo de maestros perteneciente a las Misiones Pedagógicas acerca la cultura a tierra adentro. Traen guiñoles, mapamundis, conciertos de dulzaina, la réplica de un cuadro titulado Las Meninas. Y lo mejor: ese invento llamado cine, que proyecta a la gente sobre una pantalla.
Hay lleno absoluto. Ni siquiera la radio en domingo de fútbol convenció nunca a tantos. Los hombres cierran la siega antes de alcanzar el mediodía, doña Cirila guardará su calceta para mañana y los niños -siempre niños- sonríen ante esa ventana al mundo, amenizada por los compases de un gramófono. Es un milagro; es el milagro de la cultura.
Cautivado por la idea de dar continuidad a esa iniciativa, don Etelvino ha alquilado un proyector para inaugurar en los bajos de su casa la primera sala de la comarca. Absorto de ilusiones, tampoco precisa demasiado. Si acaso un nombre: Cinema Agapita, por el amor que profesa a su esposa. Dos horarios: matinal y de tarde. Tres precios: butaca, silla propia o de pie. Y aun cuando la mayoría pague su entrada en especies, con acelgas, medio pollo, saquetes sin picadura o una ristra de morcillas, él se siente pagado con la alegría de sus paisanos por asistir a cada sesión.
Desde que viera aquel documental en blanco y negro reflejado en las paredes del frontón, don Etelvino quedó fascinado por el llamado séptimo arte. Allá en la cantina acostumbra a relatar a los vecinos alguna de sus películas favoritas: la de un monstruo apodado Frankenstein hecho a base de retales, esa historia de amor en La hermana San Sulpicio, las aventuras disparatadas de El gordo y el flaco. Y al lado, siempre Agapita. Acompañando en sueños a su marido, mostrando tanto cariño hasta el último fotograma. A veces, a la hora en la que el ocaso balbucea, se imagina junto al hijo que nunca tuvieron disfrutando de la magia de una comedia. Y otras, cuando anochece entre lunas, agradece al celuloide tantos finales felices...

Nota: Fragmento de mi relato Cuando a Dios le gustaba el cine, perteneciente a la Microantología del microrrelato II.

miércoles, 9 de febrero de 2011

De la suerte y de la mala suerte en los comienzos

Los jóvenes escritores que hablando de un colega novel dicen con acento matizado de envidia: "¡Ha empezado bien, ha tenido una suerte loca!", no reflexionan que todo comienzo está siempre precedido y es el resultado de otros veinte comienzos que no se conocen.
Creo más bien que el éxito es, en una proporción aritmética o geométrica según la fuerza del escritor, el resultado de éxitos anteriores a menudo invisibles a simple vista. Hay una lenta agregación de éxitos moleculares; pero generaciones espontáneas y milagrosas, jamás.
Los que dicen: "Yo tengo mala suerte", son los que todavía no han tenido suficientes éxitos y lo ignoran.
Libertad y fatalidad son dos contrarios; vistas de cerca y de lejos son una sola voluntad. Y es por eso que no hay mala suerte. Si hay mala suerte es que nos falta algo: ese algo hay que conocerlo y estudiar el juego de las voluntades vecinas para desplazar más fácilmente la circunferencia.

Nota: Texto perteneciente a los Consejos a los jóvenes literatos, de Charles Baudelaire.

domingo, 6 de febrero de 2011

Virgilio Albiac: in memoriam

Recientemente he sabido del fallecimiento del ilustre pintor aragonés Virgilio Albiac. Miembro de la Real Academia de las Artes de San Luis y Premio Aragón Goya 2001, contaba con una obra extraordinaria recogida en gran parte en el museo de pintura de su Fabara natal. Con motivo de un homenaje que pensaban realizarle visité dicho museo, encontrando inspiración en uno de sus lienzos (concretamente el titulado Mundo submarino) para otro de mis relatos: Mi abuelo y el mar. Lo dejo de nuevo aquí en su memoria junto a la imagen del cuadro, agradeciendo sinceramente su legado y deseándole que descanse en paz.

Mi abuelo Ildefonso fue un malagueño de mundo, marinero, flamenco por los cuatro costados, que renunció a sus coplas, su puerto y al sol de su Andalucía por una mujer tan mujer como mi abuela. Un hombre que nunca dejó de escribir, de cantar, de contar historias. Primero a ella; luego a ella y a sus hijos; después, a ella y a sus nietos. A menudo le recuerdo sentado en una silla mientras los niños del barrio escuchábamos absortos las aventuras que narraba de su mar.
- ¡Qué suerte tienes! -decía con envidia mi amigo Angelito-. En nuestra casa nadie cuenta estas cosas.
En efecto: ¡qué suerte la mía!
Ildefonso concedía a ese mar tres características que le hacen extraordinario: ser azul, inmenso y libre. Nada luce color más bello, nada le iguala en grandeza, nada tan suyo ni tan de todos.
El verano que mis padres alquilaron un apartamento para pasar una semana en la playa, quedé paralizado. Era tanta la ilusión por ver ese escenario que mi abuelo describía, que se detuvieron todos los infinitivos. Y así, no pude reír, ni llorar, ni salir corriendo... y gracias a que existe el gerundio del verbo respirar porque podría haberme ahogado entre emociones. Por fin llegó el día: un domingo diecisiete de agosto de 1975. ¡Hay fechas que se quedan a vivir en la memoria! Al contemplar desde la ventanilla del SEAT-600 tal explosión de azules, sentí que mi yayo había dicho la verdad. Porque, ciertamente, desde aquella perspectiva el mar transmitía esas cualidades que nos contara con tanto cariño.
En cuanto bajamos a la playa, los tres hermanos corrimos a bañarnos. Gané yo, que por algo seré siempre el mayor. Y allí, por vez primera, estuve frente a sus olas.
Lo toqué, y sentí frío. ¡Qué pena! Algo tan bonito debería estar caliente.
Lo probé, y sabía salado. ¡Qué rabia! Algo tan hermoso merecería ser dulce.
Sin embargo, lo peor aún faltaba por llegar. Formando una especie de cuenco con las palmas de mis manos, intenté llevármelo conmigo. Y descubrí que el agua se escurría entre los dedos. ¡Qué desilusión! Algo tan bello merecería ser mío.
Amparado en mi niñez, rompí a llorar. Desde su balcón volvieron a entumecerse todos los verbos. El océano no es maravilloso, está lleno de defectos: frío, salado y ni siquiera se puede coger.
Entonces recordé a mi abuelo y sonreí. Lo hice de corazón, de convicción. Porque, ciertamente, acababa de descubrir que el mar no era como yo quería: caliente, dulce y para mí. Sino, efectivamente, como él me había contado: azul, inmenso y, sobre todo, libre.

jueves, 3 de febrero de 2011

Timar en tiempos del cuento

Desde hace meses anda circulando un correo electrónico de algún supuesto agente teatral proponiendo a narradores, músicos y actores la contratación de una serie de actuaciones en la ciudad de Túnez. Según consta en el texto, irían dirigidas a los estudiantes de español de sus escuelas de idiomas garantizando alojamiento, manutención y el abono de las mismas. Por circunstancias personales decliné la invitación al recibirla, si bien quedé entristecido de no poder asistir.
Estos días he leído en la web de la Red Internacional de Cuentacuentos que dicho correo era un auténtico timo. La trama, que en un principio no levanta demasiadas sospechas, se va complicando con sucesivos emails hasta que al final el supuesto agente solicita adelantos de dinero para billetes de avión y alquiler de equipos de escenografía, al no tener acceso a su capital en ese momento. Asegura que lo reembolsará en cuanto la parte contratada llegue a su destino, algo que nunca cumplirá. Afortunadamente este intento de timo se ha destapado. Pero por favor, ¡que nos dejen contar tranquilos y no nos vengan con esos cuentos!