miércoles, 6 de febrero de 2013

Hacia el país de los franceses


Un convoy de camiones avanza despacio por la carretera. Quien corre, corre riesgos. De noche, sin luces ni luna, persiguiendo a las nubes sin quererlas alcanzar. El ruido de los motores reina en el silencio. No son horas ni motivos para dar conversación.
Benito induce su sueño en el remolque que cierra fila; los últimos serán los primeros. Va cargado de riquezas: el edredón compartido, un coscurro en su macuto, escarcha, barro, sin más celos que los celos que le tengan, y la frase de algún día retumbándole en la sien: a quien madruga, Dios le ayuda. Con lo temprano que se levanta, la providencia estará de su lado.
Aunque amenaza nieve, no nieva. Aunque anuncien vientos, no ventea. La vida es más fácil dejándose llevar.
Mucha gente, demasiada, deambula por un arcén cargada de fardos. Abuelos, padres, hijos, vecinos. ¡Ojalá el éxito uniera tanto como la adversidad! Huyen de los morteros, del olor a chamusquina, de la sinrazón. Cuando rezaba por salir del convento no lo hacía en nombre de semejante odisea.
Del campamento a una aldea, a un pico que asoma sobre la costa, más empedrado, un puerto lleno de barcos. Y al fondo, en los albores de otra jornada, el mar. ¡La primera vez que lo siente, la primera vez que lo ve!
Ondiñas veñen, ondiñas veñen,
ondiñas veñen e van.
Non te vaias rianxeira,
que te vas a marear.

¡Qué hermosura! Sin duda, su azul es el color del paraíso...

Nota: Párrafos pertenecientes al capítulo En el país de los franceses, incluido en mi libro Mi planeta de chocolate.

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