jueves, 3 de octubre de 2013

Cuando a Dios le gustaba el cine

Un municipio perdido de una provincia olvidada, en aquel mes de mayo de 1935. Campos de cebada, pinares con resina, el canto de un milano junto al río. Amanece entre soles, la aurora se despereza.
Ante la llegada de esa escuela ambulante que recorriera uno a uno los pueblos de España, allá por tiempos de la República, la plaza mayor se ha vestido de teatro. A los más pobres, a los más escondidos, a los más abandonados. Bajo ese lema, un grupo de maestros perteneciente a las Misiones Pedagógicas, acerca la cultura a tierra adentro. Traen guiñoles, mapamundis, conciertos de dulzaina; la réplica de un cuadro titulado Las Meninas que está en un museo con nombre de prado. Y lo mejor: ese invento llamado cine, que proyecta a la gente sobre una pantalla.
Hay lleno absoluto. Ni siquiera la radio en domingo de fútbol convenció nunca a tantos. Los hombres cierran la siega antes de alcanzar el mediodía, doña Cirila guardará su calceta para mañana y los niños -siempre niños- sonríen ante esa ventana al mundo, amenizada por los compases de un gramófono. Es un milagro; es el milagro de la cultura.
Cautivado por la idea de dar continuidad a esa iniciativa, don Etelvino ha alquilado un proyector para inaugurar en los bajos de su casa la primera sala de la comarca. Absorto de ilusiones, tampoco precisa demasiado. Si acaso un nombre: Cinema Agapita, por el amor que profesa a su esposa. Dos horarios: matinal y de tarde. Tres precios: butaca, silla propia o de pie. Y aun cuando la mayoría pague su entrada en especies, con acelgas, medio pollo, saquetes sin picadura o una ristra de morcillas, él se siente pagado con la alegría de sus paisanos por asistir a cada sesión. 

Nota: Primeros párrafos del relato titulado Cuando a Dios le gustaba el cine, incluidos en la Microantología del Microrrelato III (Ediciones Irreverentes).

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